La destitución de Dina Boluarte marca un nuevo capítulo en la larga crisis política que atraviesa el país andino. En un juicio político relámpago, el Congreso declaró su “permanente incapacidad moral” y aprobó su salida con 122 votos a favor, lo que dio por concluido un gobierno que había perdido todo respaldo político y social.
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La salida de Boluarte, a seis meses de las elecciones generales, deja al país en manos del congresista José Jerí —hasta el viernes presidente del Legislativo— y abre paso a un nuevo interinato en medio de una creciente fatiga democrática. Su caída, marcada por los escándalos de corrupción, el aumento de la inseguridad y el desgaste de su alianza con las bancadas conservadoras, vuelve a poner en evidencia la fragilidad institucional de un país donde ningún presidente ha completado su mandato desde que lo hiciera Ollanta Humala (2011-2016).
Boluarte, que asumió la presidencia en diciembre de 2022 tras el intento de autogolpe de Pedro Castillo, había hecho historia al convertirse en la primera mujer en ocupar la jefatura del Estado. Dos años después, se convirtió en la mandataria más impopular del país desde 1980. Su aprobación cayó a mínimos históricos —apenas un 5 por ciento, según la encuestadora Datum—, superando los registros más bajos de gobiernos como los de Alan García o Alberto Fujimori. Hoy, según Ipsos, su desaprobación alcanzaba el 96 por ciento.
Dina Boluarte recibió a la prensa desde su residencia en Surquillo. Foto:Jesús Saucedo / @photo.gec / EL COMERCIO / GDA
Su desgaste se explica por una combinación de varios factores. A los cuestionamientos sobre su liderazgo se sumaron los escándalos que golpearon a su entorno más cercano, entre ellos la detención de su hermano Nicanor Boluarte por presunto tráfico de influencias y el caso conocido como Rolexgate, en el que se reveló que la mandataria habría omitido declarar varios relojes de lujo. También fue criticada por ausentarse del cargo durante dos semanas para someterse a cirugías estéticas, sin informar oficialmente ni delegar el mando, como exige la ley peruana.
El reflejo de su desconexión se hizo evidente tras su destitución, cuando, en un mensaje transmitido por televisión nacional desde el Palacio de Gobierno, evitó referirse a la crisis de seguridad que atraviesa el país y se limitó a enumerar los “logros” de sus casi tres años en el poder. “En todo momento invoqué a la unidad. Ante este contexto no he pensado en mí, sino en los más de 34 millones de peruanos”, afirmó antes de abandonar, junto con sus ministros, la residencia presidencial.
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Efecto cascada
Boluarte llegó al poder en 2022 tras la destitución y arresto por intento de autogolpe de Estado de Pedro Castillo, su entonces jefe político. A nivel interno, y pese a las investigaciones relacionadas con las muertes durante la represión a las protestas de fines de 2022 e inicios de 2023 —al menos 49 casos—, se mantuvo gracias a una alianza con los partidos que habían sido sus antiguos adversarios, entre ellos Fuerza Popular, de Keiko Fujimori, y Alianza para el Progreso.
Esa cercanía con sectores conservadores del Congreso fue clave para garantizar su permanencia, pese a que enfrentó al menos seis mociones de vacancia. Con el tiempo, sin embargo, el desgaste político y los nuevos escándalos fueron debilitando ese respaldo.
Además, en los últimos meses el país enfrentó un repunte de la violencia urbana y una percepción generalizada de deterioro de la seguridad. Extorsiones, secuestros y asesinatos aumentaron en las principales ciudades con la consolidación de bandas delincuenciales como Los Pulpos, Injertos del Norte y el Tren de Aragua terminó de minar la ya frágil autoridad del Ejecutivo. En Lima, por ejemplo, un ataque de sicarios durante un concierto de la banda Agua Marina el miércoles —que dejó cuatro muertos— se convirtió en un símbolo del descontrol.
Dina Boluarte Foto:EFE
A esto se suman las protestas del autoproclamado colectivo Generación Z —manifestantes en su mayoría nacidos después del 2000—, que estallaron a mediados de septiembre de 2025 tras la aprobación de una polémica reforma al sistema de pensiones que obligaba a todos los mayores de 18 años a afiliarse a una AFP. Lo que comenzó como un rechazo a esa medida pronto se transformó en una movilización masiva contra el Gobierno de Boluarte y el Congreso.
Las manifestaciones, impulsadas principalmente por estudiantes, trabajadores informales y colectivos ciudadanos, se extendieron durante semanas pese a la represión policial y los intentos del Ejecutivo por deslegitimarlas, y dejaron un saldo de al menos 74 personas heridas. Recientemente también se unieron conductores, quienes han visto morir a 180 de los suyos a manos de mafias y luego de negarse a pagar extorsiones, según el Observatorio del Crimen y la Violencia de Perú.
Detrás de las marchas aparece un reclamo más amplio: el de una generación que creció en medio de crisis políticas constantes. No hay que perder de vista que con Jerí, Perú suma ocho presidentes en la última década.
La vacancia como herramienta política
La “vacancia por declaración de permanente incapacidad moral” es una figura presente en el artículo 113 de la actual Carta Magna, que se remonta a la Constitución de 1839 y que en aquel momento se entendía como “incapacidad mental” o física grave para ejercer el cargo.
En los últimos años, y ante la falta de precisión de la ley —la Constitución no define con claridad qué significa “incapacidad moral”—, se ha convertido en un mecanismo recurrente de la política peruana para destituir presidentes, pues ahora se vincula a conductas éticas.
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Desde 2016, tres mandatarios electos no lograron completar su mandato por esta vía: Pedro Pablo Kuczynski, que renunció antes de que se aprobara su vacancia; y Martín Vizcarra y Pedro Castillo, que fueron oficialmente destituidos.
Para discutirse, cabe recordar, una moción de vacancia necesita 52 votos de los 130 congresistas, y para aprobarse requiere 87 votos, lo que ha convertido al Congreso en el principal árbitro del poder político.
La aplicación reiterada de esta figura ha consolidado un patrón de inestabilidad institucional que deja al Ejecutivo dependiente de las mayorías parlamentarias, en un Congreso que alcanza el 89 por ciento de desaprobación según Ipsos.
Si a esto se le suma la fragmentación partidista, las alianzas de conveniencia y la confrontación constante entre el Legislativo y el Ejecutivo, resulta evidente por qué la vacancia se ha vuelto una herramienta de presión política más que un mecanismo de control democrático. Desde el Ejecutivo la respuesta tampoco fue mejor: Castillo intentó disolver el Congreso en 2022.
Para la socióloga y exministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables del Perú, Anahí Durand, esta dinámica refleja un problema estructural más profundo en el sistema político.
“El gran tema aquí es que ya hay una total perversión de la democracia. De esos siete presidentes que hemos tenido, solo dos los ha elegido la gente: Pedro Pablo Kuczynski y Pedro Castillo. El resto son producto de maniobras parlamentarias, de correlaciones en el Congreso. Y esto aleja mucho a la ciudadanía, genera más desafección política y, efectivamente, más crisis”, señaló.
José Jerí , nuevo presidente de Perú. Foto:AFP
Durand subraya además que el Congreso actual ha realizado múltiples reformas sin legitimidad popular, lo que mina la confianza en las instituciones.
“Lo que toca es una reforma mucho más integral de la política, que pasa por consultarle a la ciudadanía. Este Congreso ha cambiado casi el cincuenta y cinco por ciento de la Constitución. No es que no se puedan hacer enmiendas, pero las han hecho para sí mismos. Hay una privatización de la política que deja fuera a la ciudadanía”, añadió.
El abogado y exdiputado Víctor Andrés García Belaúnde coincide en la necesidad de una reforma institucional profunda, pero advierte que esta debe realizarse bajo nuevos parámetros democráticos y con una mejor composición del Congreso.
“Hay que hacer una reforma total de la Constitución, es cierto, pero no bajo los parámetros actuales. Lo que también es cierto es que la no reelección de los congresistas ha llevado a un Congreso como el actual: conformado por políticos o congresistas recién llegados, que nunca fueron reelectos, porque la reelección se prohibió. Eso debilitó la experiencia y el equilibrio político dentro del Parlamento”, manifestó.
Otros mandatarios que tampoco concluyeron su periodo presidencial fueron Manuel Merino y Francisco Sagasti.
Elecciones a la vista
Jerí, de 38 años y abogado por la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, asumió el poder con la promesa de mantener la calma y sensatez hasta las elecciones generales del 12 de abril de 2026. Sin embargo, su llegada no ha generado consenso y no ha estado exenta de controversias.
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Apenas horas después de jurar el cargo, antiguos tuits machistas y sexuales publicados hace más de una década se viralizaron en redes, junto con una denuncia por violación sexual que la Fiscalía archivó recientemente por falta de pruebas.
Sin embargo, en un país donde la sucesión de presidentes se mide en meses, el calendario electoral no parece tan tranquilo: el país enfrenta el proceso electoral más incierto de los últimos años, con baja confianza institucional y sin liderazgos consolidados. La nueva campaña —con 39 precandidaturas registradas— aún no despierta entusiasmo. “No hay un solo aspirante que genere ilusión”, resume el politólogo Augusto Álvarez.
Mientras tanto, en las calles, las manifestaciones por la inseguridad y el descontento continúan. Las encuestas reflejan una profunda desconfianza hacia todas las instituciones del Estado y los analistas advierten que el país atraviesa un punto de agotamiento político en el que la sucesión de presidentes ya no genera sorpresa ni expectativa de cambio.
Pese a ello, la economía peruana mantiene cierta estabilidad: ha logrado contener la inflación —que no supera el 1,4 por ciento— y conserva una moneda fuerte, aunque enfrenta un crecimiento estancado y un aumento sostenido de la pobreza, que en 2023 alcanzó su nivel más alto en once años.
Pedro Castillo, expresidente de Perú. Foto: EFE / Paolo Aguilar
“Es un poco paradójico, pero la historia reciente no ha representado un impacto tan importante en las percepciones de inversionistas y de actores económicos desde afuera. Sí existe cierta percepción de que, digamos, la estabilidad económica está hasta cierto punto blindada de la inestabilidad y el mal funcionamiento del sistema político”, señaló Theodore Kahn, director del equipo de Análisis de Riesgos Globales de Control Risks.
Sin embargo, la estabilidad macroeconómica contrasta con una profunda informalidad: siete de cada diez peruanos trabajan sin protección social ni prestaciones legales.
(*) Este artículo contó con la reportería de Stephany Echavarría y Angie Ruiz desde Bogotá
(**) Con información de AFP y EFE
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