Duros y amargos han sido estos últimos años para Sergio Ramirez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Su voz mantiene, sin embargo, una cadencia pausada, sin apremios. Plantado en su metro noventa, irradia una sabia aceptación. “No se pueden sanar las heridas. Tienes que aprender a vivir con ellas”, ha dicho no hace tanto.
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Héroe de la revolución sandinista y gloria de las letras latinoamericanas contemporáneas, es un exponente cabal de la generación de escritores que sucedió al boom. Fue el primer centroamericano en ganar el Premio Cervantes (2017) y es el intelectual nicaragüense más reconocido en el mundo.
Novelista, ensayista, periodista, abogado y político, su extensa cosecha literaria convive con una inclaudicable defensa de los valores republicanos, conciencia traducida a veinte idiomas y que lo ubica en la más alta consideración global. Pero también le ha valido el dolor del exilio al filo de los 80 años. Entre 2021 y 2023 el gobierno de Daniel Ortega, del que él fue vicepresidente entre 1985 y 1990, lo despojó de todo: la casa, la biblioteca, la nacionalidad, la tierra propia. Una orden de arresto en su contra lo sorprendió a poco de llegar a España, hace cuatro años. Había partido de Managua junto con su esposa. Con una sola maleta, como en tantos otros viajes. Este, sin embargo, no sería uno más.
Daniel Ortega, presidente de Nicaragua Foto:Getty Images
El año pasado, cuando se cumplían tres años de ese momento, escribió en una columna del diario El País: “Uno de estos días, por azar, me encontré en el forro de una maleta las llaves de mi casa de Managua. Me las había metido en el bolsillo, como siempre, aquella mañana de mayo de 2021 en que mi mujer y yo salimos hacia el aeropuerto sin saber que, al cerrarse la puerta tras nuestros pasos, ya no volveríamos a traspasar el umbral”.
Dos años más tarde les quitaron la nacionalidad y confiscaron sus propiedades. Ferocidad del régimen ante la crítica sostenida del escritor por el autoritarismo en el que Ortega tiene sumida a Nicaragua, olvidado de los principios que alumbraron la revolución sandinista que derrocó en 1979 a la dictadura de Anastasio Somoza. “Cuando una tiranía pone precio a la cabeza de un escritor significa que las palabras han cumplido su cometido. Ha conseguido que sea lo que debe ser, letra viva, no letra muerta”. Así cerraba la columna de El País.
No habrá palabras de rencor ni resentimiento en esta entrevista, más bien un velado dolor en la mirada. Se sabe que todo el proceso no fue gratis para su salud. “Me siento bien a pesar de todo. Hay que acostumbrarse a las situaciones en la vida y a los cambios; hay que asumirlos como vienen”.
Pero no debe haber sido fácil…
Bueno, es un proceso bastante complicado. Salimos de Nicaragua pensando que volvíamos. Con una maleta, la casa puesta… Así quedó. Es muy complicado cerrarla desde lejos. Sobre todo deshacerse del peso emocional de un país. Y empezar a reconstruir todo a una edad que no es fácil. No puedes hacer muchos planes a largo plazo. Todo quedó allá con la casa: los libros, las pinturas. Lo cotidiano. Pero bueno, uno se va acostumbrando poco a poco. A esta edad procesar el desarraigo no es fácil. Te tienes que hacer a la idea de que nunca más vas a volver. Eso duele más.
El síndrome de la maleta abierta…
Sí, la maleta abierta, pero al final la terminas cerrando. Llega un momento donde empiezas a colocar cuadros, y empiezas a ver la casa como propia ya, no como algo pasajero. Cada vez con menos esperanza de regresar. Así uno se hace a la idea de “aquí nos quedamos”.
¿Cómo le sienta España?
España resulta ser un lugar ideal para nosotros como alternativa, ¿no? Tenemos, pues, la nacionalidad española ambos, porque cuando gané el Premio Cervantes me la dieron. ¿Que decirle? Nos sentimos acá muy apoyados, y aquí nos quedamos.
Conserva intacto el placer de la escritura. Ya está escribiendo el próximo libro.
Sí, yo siento mucho el gozo de escribir. Imaginar, inventar… es muy placentero. Crear una historia. Claro, a la hora de corregir ya viene la parte dura. Pero yo la hago con gozo también.
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¿Conoce el final de la historia cuando empieza a escribir?
De los cuentos sí. En la novela tengo solo una idea general. Mejor, porque si supiera adónde voy no me atraería escribir.
¿Qué les pasa a los líderes que, cuando asumen, emulan a los que echaron del poder, como Castro u Ortega?
Yo creo que se necesita una fortaleza moral excepcional para erigirse por encima de los vicios del poder. Son muy pocas las figuras del siglo XX o comienzos de este siglo que logran pasar por las llamas y no quemarse. Mandela, por ejemplo. Un ser excepcional, tiene que tener un panteón aparte. O Mujica. Son gente que pasó años de su vida en la cárcel, en un hoyo, y no se les ocurrió que lo primero que tenían que hacer era vengarse de sus carceleros. Al contrario, buscaron fines políticos superiores por los cuales habían luchado. Eso no es cualquier cosa. Los demás se quedaron metidos en el seno del poder, y la ambición de la riqueza es nefasta. Carecen de la capacidad de mirarse en el espejo y ver que hacen lo mismo que aquellos que derrocaron. La misma corruptela, la misma ambición de tener más de diez camisas o más de veinte pares de zapatos. Con signos de izquierda y con signos de derecha.
Hay que ver si las instituciones de los Estados Unidos van a ser suficientemente fuertes como para detener la voluntad cesarista de Trump.
Otra característica es la intolerancia.
Sí, es otro vicio. Es un ariete para destruir las instituciones. Al que no piensa como yo le cierro la boca o le cierro su periódico.
Algunos ven similitudes con lo que pasaba antes de la Segunda Guerra.
Aunque hay diferencias, me preocupan más las similitudes. Por ejemplo, que pueda llegar al poder por medio de los votos un gobierno extremista dispuesto a acabar con las libertades democráticas. O la rapidez con la que un gobierno electo de esa manera puede acabar con las instituciones. Hablo de Trump, ¿no?
Una situación inusualmente grave.
Hay que ver si las instituciones de los Estados Unidos van a ser suficientemente fuertes como para detener la voluntad cesarista de Trump. Estados Unidos es el gran espejo. Se están definiendo muchas cosas en el siglo XXI. Lo que está en juego es cómo articular una respuesta democrática, de defensa de la libertad verdadera, de las instituciones, de un orden internacional justo. Desgraciadamente, esto no debería pasar por un rearme en deterioro del estado de bienestar. Pero es lo que hay, ¿no? Es lo que va a ocurrir.
Donald Trump, presidente de Estados Unidos. Foto:EFE
¿Haría falta una nueva utopía?
Sí, aunque las utopías no están a la vista hoy en día porque la gente desconfía de ellas, como si fueran negativas. No es así. Las utopías se volvieron distopías en algún momento, algunas de ellas. Pero en los años 60 sin utopías el mundo no se habría movido.
¿Qué recuerda de aquellos tiempos?
Mi generación tenía una perspectiva de lucha por un mundo distinto. Había una mística. Pero el llamado socialismo real se volvió un gran fracaso y por eso se hundió.
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¿Cómo explica esa caída?
Porque no creó riqueza ni igualdad. Creó una burocracia en los países de Europa oriental, a lo que se sumaron el fracaso de Cuba y el fin de la era soviética. Se desplomaron los ideales. Se optó por reivindicaciones parciales, fragmentadas, que no son de arrastre universal ni social, aunque pueden ser éticas y necesarias. La ecología, la identidad de género y tal. Todo eso le quitó banderas y la hizo vulnerable.
¿Qué imagina usted hacia adelante?
Para mí, la pregunta es cuánto va a durar esta crisis. La humanidad la va a superar, no hay duda. Vendrán nuevos ideales, porque la humanidad no puede vivir sin ideales.
¿Qué debería hacer Europa?
Europa va a ser determinante como residuo sustancial de lo que llamamos la civilización. Es la gran reserva moral y política que le queda al mundo. Europa, como un frente político, social y cultural, es muy importante, y esto le interesa a América Latina. Si no, queda atrapada entre dos fuegos.
Europa va a ser determinante como residuo sustancial de lo que llamamos la civilización. Es la gran reserva moral y política que le queda al mundo.
América Latina parece no levantar cabeza.
Es un asunto crónico. Yo creo que se debe especialmente a un gran déficit de educación y a la desigualdad social. Es el continente más desigual del mundo, más que África. Y tenemos instituciones que funcionan a medias o mal, de fachada. Y hay una apropiación de los sistemas de justicia por las clases políticas.
¿Cómo ve a la sociedad civil?
Bastante dinámica. El problema está en los déficits institucionales. El Estado clientelista y corrupto, los Poderes Legislativos que se pegan a los Poderes Ejecutivos, los sistemas judiciales que no funcionan de manera independiente. Y el populismo, una expresión del atraso cultural y político. Soy un firme creyente en la democracia, pero a las posibilidades de la democracia hay que renovarlas. Porque hay muestras de agotamiento.
¿Qué queda del realismo mágico?
Es una corriente que va desde Rulfo hasta García Márquez y se queda ahí. Después, lo que han venido son imitaciones. Es muy difícil librarse de la influencia de García Márquez.
¿Dónde se siente más cómodo usted?
Creo que yo me sitúo en una generación donde están Bryce Echenique y Skármeta, una novela que no tiene nada que ver con el realismo mágico, sino que ha buscado otros caminos de expresión. El aporte de mi generación es diversificar los caminos que abrió el boom creando estilos muy diversos y eficaces.
El aporte de mi generación es diversificar los caminos que abrió el boom creando estilos muy diversos y eficaces.
¿Qué caracteriza a la literatura latinoamericana de hoy?
La gran característica de la novela latinoamericana del siglo XXI es que está dominada por las mujeres. Es un fenómeno destacable.
¿Qué libros tiene en la mesa de noche?
Leo a los autores del siglo XX, a los contemporáneos y a los más jóvenes, para saber qué es lo que están haciendo. Y siempre vuelvo a los clásicos. Homero, Platón, Herodoto… San Agustín me gusta mucho, y releo su biografía. Releo a Montaigne para purificar la prosa, y a Flaubert también, porque hay que someter la prosa al rigor que él le imponía. A Chejov, a Gogol, a Dostoyevski. Pero ahora mismo estoy leyendo la biografía de Martin Amis.
El mundo se digitaliza, pero las Ferias del Libro son un suceso y se sigue publicando y vendiendo el libro de papel.
Yo creo que hay una ansiedad de la gente por tocar las cosas, por no disolverse en los asuntos digitales. Lo digital no existe, es una ilusión. Los libros se tocan, se guardan. Es un buen síntoma eso de atesorar libros.
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¿Qué nos dice hoy la literatura?
Es un espejo. Nos retrata en nuestro esplendor y en nuestra miseria. Nos llama la atención sobre cómo está la humanidad. Nunca fue más necesaria.
¿Usa su propia vida cuando escribe?
Es imposible no hacerlo, ¿no? Uno no puede dejar de retratarse en cada página. Pero tengo un libro inédito que son mis memorias. He ido posponiendo su publicación porque lo trabajo y… bueno, no lo he terminado. Es sobre mi infancia. Allí nacen muchas cosas.
Cuénteme algo de esa infancia.
Yo nací en un pueblo pequeño, vengo de una familia de músicos. Católicos, por el lado de mi padre. En cambio, mi madre era evangélica. Mi abuelo paterno, músico, era muy pobre. Mi abuelo materno, cafetalero, muy rico. Mi madre y mi padre se casaron en medio de un gran tormento familiar, porque mi abuelo no aceptaba que su hija se casara con el hijo de un músico pobre. Y sin embargo, se casaron, aun viniendo de dos religiones…
A los 17 años vi caer a mis compañeros muertos en una calle, durante una manifestación. Y a partir de ahí me hice una idea de lo que no debería ser. Y por otro lado, de lo que tenía que ser. Y he mantenido esas ideas firmes desde entonces. Un mundo justo, un mundo sin opresión. Con equidad.
¿Con qué sueña?
Mi gran sueño es seguir escribiendo. Seguir escribiendo los libros que me quedan por escribir. Muchos. Hasta donde pueda. Quisiera tener dos cosas muy importantes para la escritura: memoria e imaginación.
A la noche, cuando se va a dormir, ¿quien siente que es Ramírez?
Siento que soy el mismo que cuando tenía 17 años. Creo en lo mismo. Alguien que se encontró de pronto con la realidad. Cuando llegué a la universidad me encontré con la realidad brutal de la represión de la dictadura de Somoza. A los 17 años vi caer a mis compañeros muertos en una calle, durante una manifestación. Heridos, muertos. Y a partir de ahí me hice una idea de lo que no debería ser. Y por otro lado, de lo que tenía que ser. Y he mantenido esas ideas firmes desde entonces. Un mundo justo, un mundo sin opresión. Con equidad. Sigo creyendo en eso hasta el final. Con la luz apagada o con la luz encendida.
*Este texto fue editado por razones de espacio.
ANA D’ONOFRIO
Para La Nación (Argentina) – Madrid